Por qué escribo lo que escribo
Siempre he sabido que escribiría. Caiga quien caiga, a cualquier precio, siempre he tenido la certeza de que conseguiría componérmelas, en un modo u otro, para escribir.
Con el pasar de los años, llegué a una certeza casi igual de fuerte: que jamás publicaría nada de lo que escribiese.
Era demasiado personal. No se me da nada bien sobrellevar la vulnerabilidad que implica compartir con el mundo un pedacito de corazón y entrañas. Estamos demasiado apegados emocionalmente a lo que escribimos como para poder juzgar con lucidez: no estoy nunca segura al 100% de si lo que he escrito se merece terminar como combustible para asar berenjenas, o si realmente tiene algún mérito.
¿Compartir lo que escribes con el mundo? ¿Pero, estamos locos?
A veces te parece más fácil imaginar a Aquiles contando por ahí que, para simplificar las cosas a quienquiera que quisiese herirlo de muerte, su punto débil era su talón.
Racionalmente, entiendes perfectamente que habrá gente a la que no le gustará lo que has escrito. No existe escritor* que agrade a todo el mundo. Las críticas son inevitables, como es inevitable ser criticado en nuestra vida cotidiana. Llegados a este punto de la conversación, mi interlocutor suele embarcarse en el tópico discurso de “no hay que dejar que te afecten tanto, no tienes que dejarte influenciar por lo que los demás digan o piensen de lo que has escrito”.
Como es inevitable, hay que saber ignorarlo, ¿no?
Bien, dejadme que os diga que este discursillo tópico a mí no me sirve de nada. Es como decirle a alguien que acaba de perder su piel, que no debería sentir dolor cuando lo tocan. O que, “como la muerte es inevitable”, pues que ya va siendo hora de que lo aceptes, y que no deberías dejar que te afecte la pérdida de un ser querido.
En fin, que para mí es un consejo bastante inútil.
Sé que las críticas me afectan. Tanto las positivas, como las negativas. Se convierten en voces inconscientes en mi cabeza que se deslizan entre mis neuronas para plantarse entre axón y dendrita, y ahí se ponen a pasar revista a los neurotransmisores que regulan mis pensamientos, mis sentimientos, mi humor.
Las críticas malas van directas a los circuitos de duda, y ahí juegan con el volumen de mis pensamientos. De repente, oigo el triple de fuerte las vacilaciones (¿valgo para esto? ¿Soy lo bastante buena? ¿Tiene sentido lo que estoy haciendo?). En cambio, cuando pescan alguna convicción positiva, aprietan el botón para quitarle el sonido; cuando eso no funciona, las hacen susurrar tan bajito, que a duras penas consigo escucharlas entre tanto griterío auto-machacón.
Uno podría pensar: bueno, pero las críticas positivas en cambio equilibrarán las travesuras de las negativas, ¿no? Entonces, basta tener suficientes críticas buenas, y así estarás tranquila y en paz contigo misma.
Y es cierto que contrarrestan las ilusiones sonoras negativas. Si sólo hiciesen eso, iría fantástico y genial. El problema, o al menos lo es para mí, es que no se quedan ahí, sino que afectan a otros circuitos, y no exactamente para bien.
Las críticas positivas se convierten en la sombra de la inspiración. Se transforman en una especie de copiloto que te recuerda continuamente lo mucho que te gusta gustar a tu audiencia. Entonces se convierte en examinador inconsciente de cada idea, y si no considera que sea lo suficientemente gustable, te empieza a hacer notar los mil detalles por los que sería mejor dejarla a un lado, y escoger otra que los lectores acojan con más entusiasmo.
Las críticas positivas dificultan muchísimo escuchar la voz en mi interior, la que me dice qué es lo que quiere escribir, y cómo quiere hacerlo. Que es lo que todo el mundo dice que hay que hacer, claro: “escribe primero para ti mismo, y después piensa en los demás”.
Pues claro que sí, leñe. La teoría me la sé fantásticamente bien. Es la práctica la que me crea problemas.
Así que, hace tiempo, decidí que sería incapaz de publicar nada.
Entre terminar deprimida, o terminar escribiendo cosas que no son lo que quiero escribir de verdad, y sintiéndome frustrada conmigo misma y con los demás, pensé, psé, mejor me ahorro este marrón y sigo volando under the radar. El objetivo era: conseguir un trabajo que me dé suficiente dinero para vivir, y me deje suficiente tiempo para escribir para mí misma y, alguna vez, mis amigos.
La primera vez que Jose Antonio Marina me preguntó qué me gustaría hacer con mi vida tras los estudios, le dije la verdad: que lo que a mí me gustaba de verdad era escribir.
(me ahorré mencionar mis certezas de que jamás publicaría nada, porque habría desembocado en el típico tópico discursillo que no tenía yo ganas de afrontar, y explicar mis motivos de por qué no me servían tales consejos).
Jose Antonio me anunció que, en su opinión, estaba convencido de que yo sería una magnifica divulgadora científica—trabajo para el que, según él, hace falta más gente de la que hay actualmente.
Como es lógico, me sentí tremendamente halagada. Que alguien de la talla de Jose Antonio Marina te asegure que tienes madera de escritora es un subidón para el ego. Pero.
(Siempre hay un pero, ¿verdad?)
¿Divulgadora científica?
Pero... eso no es ficción.
En cambio, yo llevo una vida entera escribiendo ficción. Siempre he sido una escritora de ficción, adoro las historias cuyos personajes afrontan dificultades, crecen, cambian, aman, establecen relaciones con el mundo.
Claro que había escrito piezas que podrían considerarse “de divulgación” en la universidad. Y me lo había pasado genial escribiéndolas, sí, pero no me he visto nunca como una divulgadora científica. No son estos los zapatos con que quiero definirme. Puedo calzármelos y dar largas caminatas con ellos, pero no quiero llevarlos toda la vida; sólo con pensarlo ya me viene el agobio.
Puedo hacer divulgación científica, pero no soy divulgadora científica.
Sin embargo, había una consideración interesante a tomar en cuenta. Y es que mis inseguridades respecto a las críticas se reducen drásticamente cuando escribo para divulgar hechos.
No hay que transmitir sentimientos. No hay psicología profunda de personajes que deben ser creíbles. No hay una trama que desarrollar, una evolución temporal que reflejar.
Es evidente que siempre se encuentran cosas que criticar. Pero con hechos bien referenciados e investigados, al menos eso está (relativamente) a salvo. Si me mantengo en un plano racional, soy mucho menos atacable, y mucho menos vulnerable, que si me adentro en las selvas de la ficción, donde uno se tropieza con emociones por todos lados.
Cuando, años más tarde, Jose Antonio me propuso embarcarnos en un proyecto juntos, no podía dar crédito a mis oídos. Con 24 años y recién salida de la universidad, no sueñas siquiera que algo parecido sea remotamente posible. La propuesta era, además, perfecta. Ni aunque los planetas se hubiesen alineado perfectamente habría conseguido un proyecto más factible, apasionante a la vez que posiblemente publicable.
Una investigación que se centrase en la relación entre la inteligencia humana, y las plantas.
Como cada vez que lo he mencionado ante la pregunta “Ohh, ¿y de qué va tu libro?”, para los que no están familiarizados con la obra previa de Jose Antonio y sus inquietudes intelectuales, esta temática suena a campanas celestiales. Es tan vaga y genérica, y usa términos tan poco vistos haciéndose compañía, que de buenas a primeras, para la mayoría de las personas es una frase vacía de significado. Hay quien piensa que escribo sobre la inteligencia de las plantas; los hay que directamente ni saben qué pensar.
Sin embargo, una vez empiezan a ponerse ejemplos, la cosa se aclara un poco más. Se trata de estudiar la relación entre dos grandes personajes, nuestros dos protagonistas:
la humanidad, y el reino vegetal.
Dentro del programa de investigación/divulgación de Jose Antonio Marina, este proyecto se encuadra en su interés por averiguar cómo nos hemos relacionado con el mundo natural.
La pregunta, o hipótesis inicial con la que me planteó el desafío, fue: si nuestra inteligencia, individual y colectiva, tiene una serie de características intrínsecas, unas necesidades, unas tendencias innatas... tendríamos que ser capaces de verlas en el modo en que nos hemos relacionado con el mundo vegetal. Los humanos usamos el medio ambiente en modo pragmático... pero también en modo simbólico, artístico; nos vemos asediados por razonamientos económicos, por deseos de aventura, o de confort; por impulsos creativos, espirituales. Si es así como funcionamos, vamos a ver cómo se refleja esto en nuestra relación con los vegetales. Vamos a ver cómo los hemos usado, estudiado, cómo los hemos convertido en símbolos, cómo los hemos sacralizado, o cargado de valor económico, o...
El estudio de la relación entre los vegetales y la humanidad existe, y tiene un nombre y todo: etnobotánica. Entonces, yo debería poder decir que estoy realizando una investigación etnobotánica (a veces lo digo, para acortar). Sin embargo, no me gusta definirme así, porque en general mi percepción de l*s etnobotánic*s es la de personas que estudian los usos que tal o cual cultura (desde tribus amazónias, hasta pueblecitos rurales italianos) ha dado a los vegetales a su alrededor, con una cierta predilección por la medicina, los enteógenos, y/o los vegetales usados en modo prosaico (como material para hacer alpargatas, o silbatos, o lo que sea). No me siento identificada con esta idea (que puede estar equivocadísima, sólo digo que es mi percepción, y que no coincide con el modo en que me veo a mí misma).
En cualquier caso, el proyecto iba de personas. De personas en relación con plantas, que son mi reino favorito. Mejor aún, el proyecto iba de relaciones de personas. Y no era ficción, por lo tanto con niveles de vulnerabilidad literaria reducidos, y por ende, potencialmente publicable.
Mejor, imposible.
Cinco años, y un montón de libros y artículos más tarde, me encuentro con un mecanoscrito entre las manos, y un poco asaltada por las dudas una vez más.
No había yo hecho bien las cuentas en su momento. Hay más vulnerabilidad de la que me esperaba. Un blog que no lee casi nadie. La duda que me asalta de vez en cuando, a la que se aferra(rá)n las críticas o los comentarios negativos: ¿y si no es lo suficientemente bueno?
¿Y si nadie está interesado en leerlo?
Los escritores escribimos por un sinfín de motivos, pero si compartimos, es porque esperamos que nuestras palabras mejoren de algún modo la vida de algún(a) lector(a). Nuestra esperanza es que la persona que empieza a leer nuestro libro sea distinta de la persona que lo termina. Queremos dar, añadir algo de valor a la experiencia, a la vida de l*s lector*s.
Ese algo puede ser diversión. Escapismo. Alegría. Conocimientos teóricos, o aplicados.
¿Y si lo que he escrito no aporta ningún valor a nadie?
Con estas me las veo cada día.
Sería peor si fuese ficción, infinitamente peor, desde luego. Sin embargo, hay otras consideraciones ligadas a la no-ficción en las que no había reparado hasta que me llamaron la atención hace meses. Precisamente a través de una crítica.
(Es evidente que me aferro a las críticas, si sigo dándole vueltas después de todo este tiempo. Tiemblo ante la perspectiva de recibir más, pero tengo la esperanza de que no me ahoguen la voz. Tengo montañas de barras de regaliz para combatir la afonía, por si acaso.)
Una acusación que se me ha lanzado alguna que otra vez es que no me gusta mojarme. Que tengo tendencia a no declararme abiertamente en casi nada, a no tomar partido.
Admito abiertamente que me encuentro muy cómoda manteniendo una superficie neutral y sin sacar a juego mis opiniones y/o convicciones personales, cuando no me encuentro en un ambiente de gran confianza. A nadie le gusta ser juzgado, y cuanta menos carne propia se ponga al fuego, menos munición se entrega a los potenciales críticos. Eso es completamente verdad. Es evitar un estado de vulnerabilidad que, a mi modo de ver, es gratuito e innecesario.
Sin embargo, y refiriéndome ahora al libro, no veo que la crítica sea adecuada.
No porque no sea cierto—que lo es.
No creo que sea adecuada, porque está juzgando el libro partiendo de premisas erróneas: que el propósito de esta obra es exponer mi visión de cómo humanidad y plantas se han relacionado a lo largo de la historia. Que mi propósito es compartir con vosotros las respuestas que he encontrado durante mi investigación.
Pero yo nunca he querido compartir respuestas.
Lo que quiero es suscitar preguntas.
Compartir mis interrogantes. Los datos que he ido recogiendo, las ideas que se me han ocurrido, las reflexiones que me han suscitado.
Mi método de aproximación al proyecto coincide bastante con los estadios de Herman Helmholtz, que definió tres etapas en la formulación de sus descubrimientos científicos:
- Saturación. Consiste en ponerte las botas de información sobre el tema. Leer todo libro que se cruce en tu camino; asistir a cualquier conferencia o museo que pueda arrojar luz sobre el tema desde un ángulo distinto. Leer, hasta cinco libros por semana, leer, y leer otro poco más, llenando cuadernos y cuadernos de notas escritas en letra minúscula y abigarrada. Dentro de unos años tendré que hacerme con una lupa para leer lo que anoté, en serio.
- Incubación. Dejar que los datos te hablen. Que se reorganicen dentro de tu cabeza ellos solos. Dar vueltas a conexiones que crees vislumbrar entre tanto libro.
- Iluminación. Acoger con júbilo los patrones que ves emergiendo de los datos, la estructura que ves a la vez original, elegante, y clara para transmitir lo que has ido absorbiendo hasta entonces. (esta última fase ha sido la más complicada, por idiosincrasias del proyecto y de la colaboración con Jose Antonio...)
- Y hay que añadir la cuarta, de Poincarré, la Verificación, que implica asegurarte de que tus datos están bien referenciados, que tu memoria no te ha jugado malas pasadas y no te has colado en ninguna parte. Implica ir a pescar entre tus notas, para referenciar correctamente la obra en la que recuerdas haber leído tal o cual información (proceso, os lo puedo asegurar, increíblemente frustrante cuando no hay manera de recordar en cuál de los 120 libros o 700 artículos lo habías encontrado. Y si resulta que te has colado, y no tienes ningún artículo que respalde tu afirmación, o hay que ponerse a buscarlo, o hay que quitar la afirmación...).
Es una investigación abierta, meticulosamente documentada y referenciada, que invita a quien lo lea a verificar cualquiera de mis fuentes y hacerse una idea propia sobre la cuestión.
Es evidente que todo ello ha pasado por un filtro de interpretación subjetiva: el mío, que soy sujeto y no objeto, y por tanto es imposible que sea “neutral”, “objetiva”.
Sin embargo, tengo la ventaja de que llegué virgen a este proyecto de investigación, sin tesis previas que demostrar. Tenía mis opiniones, como las tengo ahora, sobre temáticas candentes tipo transgénicos, tengo mi historia personal, cultural, espiritual, tengo mis creencias y mis convicciones. Todas ellas han influido, seguro. Al igual que ha influido el hecho de que tuviese acceso a ciertas bases de datos en lugar de otras, que me tropezase con este libro en la biblioteca y no con aquél otro. Que disfrutase más leyendo a un autor que a otro, y que por tanto me acuerde mejor, o me parezcan más interesantes, unas ideas antes que otras, sólo porque me las explicaron mejor.
No existe la divulgación objetiva.
Ya que estamos en ello, no existe la ciencia objetiva, por mucho que nos quieran hacer creer. Somos personas, estamos influenciados por cincuenta mil factores, algunos conocidos y otros desconocidos, y nuestra percepción está siempre condicionada, por mucho que nos empeñemos en lo contrario.
Por eso, aviso a lector*s. Tened presente que no estoy ofreciendo respuestas. Que no soy objetiva. Que mi única pretensión es compartir lo que he ido descubriendo, mis reflexiones, y lo mucho que me apasiona el tema. Y que mi más sincero deseo no es que estéis de acuerdo conmigo, sino haber conseguido despertar vuestra curiosidad, haberle hecho cosquillas a vuestro asombro, haber ensanchado un poquito vuestros horizontes. Haberos planteado preguntas que nunca se os hubiesen ocurrido antes.
Una investigación de tal envergadura, tan amplia y generalista, cojea de por todas partes. Todos los especialistas encontrarán algo que decir al respecto. Por muchos artículos que haya leído sobre la fenomenología de la religión (oh, el bloque V fue muuy duro...), o sobre el desarrollo de la jardinería, nunca podrá equipararse a los conocimientos de expertos que han dedicado su vida a ese campo. No tengo suficientes conocimientos, ni suficiente tiempo para adquirirlos, como para dar una opinión informada y 'definitiva' sobre, ehm, casi nada de lo que hablo en el libro.
Todo está sujeto a revisión; todo está sujeto a lo que leeré al respecto la semana que viene, el mes que viene. Un artículo, un libro, un descubrimiento científico puede cambiar mi modo de pensar sobre el origen del vestido, sobre las rutas de dispersión del boniato, sobre el colapso en la Isla de Pascua.
La incertidumbre es un estado que a muchos les resulta incómodo. Se apresuran a formarse una opinión, y a contársela a todo el que quiera escuchar (a veces, te la cuentan incluso cuando no quieres oírla). En ocasiones, pueden hasta molestarse por que tú no tengas una opinión ya preparada y acicalada para confrontarla con la suya; puede no gustarles que tú sí estés cómoda con una cierta dosis de incertidumbre.
Yo soy de las raras que se encuentran como pez en el agua con opiniones a medio formar, preguntas sin respuesta, incertidumbres en muchos ámbitos de mi vida. No voy a ofrecer algo que no tengo, y desde luego no voy a ponerme a buscarlo porque otros crean que debería hacerlo.
De todas formas, ya establecimos a priori que las críticas son inevitables. Se me criticará tanto por lo que habré escrito, como por lo que no habré escrito. Por las formas, por los contenidos... todo es opinable y criticable, sin duda. A todos mis críticos, siento mucho que no os haya aportado nada haberme leído. Os devolvería el tiempo que habéis perdido leyéndome, si pudiese.
Pero os exhorto a que le deis la vuelta a la tortilla. Si no os ha gustado, es un regalo perfecto para vuestros enemigos.
Por mi parte, espero que mis diablillos de la duda se equivoquen y R tenga razón. Espero, incluso si nadie me dice nunca que ha disfrutado leyéndome, que realmente haya valido la pena haber hablado, haber escrito. Y seguir haciéndolo.
Quizás un día me atreva con la ficción y todo...